El sentir y sentido de este libro parece ser un querer descifrar el sentir sobre el ser.
Ser, alma, voz, penumbra, mística... palabras todas ellas que refieren a la trascendencia del ser como creencia, filosofía y expresión poética. Ésta, la poesía, casualmente aparecida ante mí sin esperarlo, sin saberlo, al leer este libro. En realidad es todo poesía, es un deseo infinito el de Maria Zambrano de querer expresar el suceder del alma desde las mismas entrañas de la poesía en prosa.
El leer las páginas de este libro ha sido para mi un verdadero recorrer un camino hacia un bosque muy familiar, no tanto el bosque sino los árboles que lo forman, y no solamente ellos sino los claros de luz que a través de ellos se filtran. Y es que "allá lejos se enuncia el centro al que espejan en instantes los claros del bosque", escribe la autora. Habla de un centro, apenas visible, en la lejanía del bosque, cuyos claros ofrecen un poco de visibilidad, lugar, conocimiento, método de pensamiento. Método surgido de un instante glorioso de lucidez. Parece el corazón quedar fecundado en verdad por un instante. Es evidencia.
Y así me siento como una niña recorriendo bosques de claro en claro tras algo o alguien que pide ser seguido, y luego se esconde detrás de la claridad. Y me pierdo. Y en esa búsqueda, en este perderme, descubro algún secreto lugar. Lugar que recoja al amor.
Así, en este andar, buceando en las profundidades del océano bosque me encuentro con diversos claros, y diferentes rayos de luz. Mi primer encuentro es con lo que Maria llama la "preexistencia del amor". Me gusta la palabra usada por ella, preexistencia, preexistir, es decir, desde antes, desde un principio. Y en el existir, el nacimiento, el morir. "Sólo da vida lo que abre el morir", leo. Aquí, inspiro y respiro. Me encuentro con mi nacer, y en él "el respirar de la vida, toda, y de su escondido centro." Suspiro, otra vez, entonces llamando, invocando un retorno más poderoso aún que el de la primera inspiración, para poder sostenerme.
Instantes se me aparecen de mi vago recuerdo de mi nacimiento, y es que todo nacimiento, cualquiera que sea, tiene su despertar de la palabra. Cito a María diciendo, "y la palabra se despierta a su vez en esta confianza radical que anida en el corazón del hombre y sin la cual no hablaría nunca." Balbuceo, susurro. Siento “el germinar lento de la palabra en el silencio." Despierto, y así la realidad me acomete, y la verdad con su simple presencia me asiste. Y aquí, es aquí, en esta presencia de la verdad, donde la autora habla de su llegada, como si de un encuentro se tratara, -si! Y qué encuentro!- así, como el amor, como la muerte, la verdad me asiste antes de ser percibida, “ante todo sentida y presentida." ¿Es así entonces el despertar, el nacer, que parece encontrarse dentro del amor, y sin salir de él, con toda la presencia de la verdad, toda ella, ella misma? Si. La miro, me reencuentro con ella, ya no es un encuentro, nos reencontramos, no temo, voy con ella y la sigo, sigo a la verdad que es lo que ella pide.
Si, podría ser itinerario de luz, el seguir, andar con ella, con la verdad. María habla de la luz como anhelada, deseada, encontrada. Y con este encuentro la luz se verifica, pues está hecha de verdad, es igualmente revelación, o como una chispa encendida de un "oscuro lugar donde brota, tímida, la fuente, que por escaso que sea su caudal, de vida." Así, la luz, es fuente, caudal, vida, verdad.
Precioso y extraño es el bosque en el que ando buceando pero no tengo duda de sus claros, y sigo caminando.
Entonces habiendo recibido tal luz, y en ella, el ser, alguna cosa tiende a salir del interior de mi recinto, mi corazón, alma parece ser. "De condición alada y dada a partir, se conduce como una paloma. Vuelve siempre hasta que un día se va llevándose al ser donde estuvo alojada." Me dice la voz de María. Entiendo, digo. Y veo como "este irse de la paloma será la vuelta definitiva al lugar de su origen hacia el que se andaba escapando tan tenazmente."
Luego, mis ojos mirando arriba, en un abierto y grande claro, entre los árboles, me parece ver el cielo. La luna, como hija perdonada, es órbita, órbita de la tierra. Todo se me hace realidad, a la vez que imagen. "Es una realidad ésta que se nos concede y nos acomete" dice la autora. "Y su órbita más que su imagen es lo que de veras pide el hombre." Acojo sus palabras. Quiero yo también ser órbita del Centro. Se hace el silencio.
Y de repente, este silencio me hace pensar en el tiempo, ¿cuánto tiempo llevo en este bosque? Y canto. Y no sé por qué canto. ¿Será que la música me lleva al inimaginable corazón del tiempo? Y ella, María, me responde: Si. "Parece sea el sentir del tiempo mismo el que se derrama musicalmente sobre el sentir de quien lo escucha padeciéndolo." Ah! ¡Casi es un modo de oración! mi voz exclama.
Cuanta belleza... el oído se me abre, la vista se me abre. Rayos de claridad, la realidad visible se me presenta al mirarla como una llama. Y así, desde la visión, se enciende la llama, la belleza. Y en palabras de la autora “La belleza que es vida y visión.”
En el umbral mismo que crea la belleza, me rindo, mi pretensión se abaja, entrego todos mis sentidos que se hacen uno con el alma. María dice que a esto se le llama contemplación, y es que verdaderamente ¿qué más puedo hacer sinó contemplar y rendirme, abandonar y entregar?
Y poco a poco me aproximo al abismo de la belleza y, a la vez, al Centro del bosque. Centro iluminado que luego resulta ser el centro que comunica con el abismo.
Mis lentos pasos hacen darme cuenta, entonces, de los fuertes latidos de mi corazón. ¿Han empezado ahora, o ya sonaban? Mi corazón es también centro, es lo único que da sonido y no ha dejado de sonar desde toda mi vida. Si. Me dice la autora “Y su sonido es la llamada que por sí misma crea la posibilidad de su existencia.”
Pero a veces el corazón me parece que no oye, parece que no habla. Pongo atención a mi oído... no es que no oiga, no es que no hable. Lo hace desde el silencio, sumergido. Y en este hablar bajito me parece oír la llamada, indecible, sin palabras, pues que todas las ya dichas no le sirven. O a lo mejor, una sola, la que busca el corazón indeciblemente. María tiene razón al decir, que el propio corazón “busca un oído. Que su llamada se pierda en la inmensidad de la única respuesta.”
Y de ahí que el corazón ya desde la fysis sea el centro de todos. Y entiendo así, que la propia condición del corazón sea de la de centro ya que determina y hace surgir otros centros que brillan iluminando.
Y algo que me maravilla, en este descubrir entre los claros del bosque, entre otras luces, a mi propio corazón, es que este corazón nuestro resulta ser a veces, más pobre que nadie, y más que nadie donador si es acogido.
Y es en su palabra silenciosa, también, dónde encuentro lo que María llama la palabra del bosque. De entre todas las palabras, como la del corazón, es palabra de verdad que no puede ser ni entendida ni olvidada. Tiene que ver con todo lo que ya se ha dicho, al unísono, palabra que debe ser consumida, y no se desgasta. Si va hacia arriba no se pierde de vista, si huye al horizonte, no se desvanece. Pero si desciende, entre la tierra, late, como el corazón, como semilla. Y de ella sale, des de este palpitar silencioso, la música inesperada, la llamada antes dicha, indecible, y que pareciendo un sinsentido, no podrá nunca, aquí, ser dada en palabra. Es luz, que a todo suceso trasciende.
Así, caminar trascendiendo, entre páginas y palabras de María Zambrano, llego a un pequeño campo donde los árboles parecen haberse retirado para dejar en soledad allí una especial planta, flor, la Cicuta. Ella me hace recordar la Palabra del Bosque, con su silencio. Es un silencio acompañado de recogimiento. Parece, la Cicuta, estar de rodillas, con su flor, inclinada hacia la luna. Quisiera preguntarle, pero su verdadero “estar” me confirma su perfecta adoración hacia aquélla que la ilumina, ante ella, arrodillada, la mira, la ama, recibiendo la luz que de la luna sale, es su Centro.
En este momento, final, en medio del campo, sucede me parece ver el morir de la Cicuta. Verdaderamente la veía estar obedeciendo, pero no sabía hasta qué punto. “El morir, acción que se cumple obedeciendo.” Es un Sí el de esta flor, absoluto, como el del amor, y ha de ser así, como una respuesta a la llamada,¿ y qué es el amor sino una respuesta? Una respuesta a una pregunta que pide ser aceptada. Resplandece de verdad el morir de la Cicuta, arropada por el velo de la belleza.
Cierro los ojos, y respiro. Este camino por los claros del bosque finaliza y en mi mente quedará el vivir de la Cicuta para desplegarse solamente en su total entrega, el morir.
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